Desde la pandemia, en Chile se ha
acelerado significativamente el uso de la banca digital y de medios de pago más
disruptivos.
El cambio ha sido tal, que el uso del
efectivo continúa disminuyendo, mientras que las billeteras digitales ya
representan el 30 % de los pagos en el comercio electrónico, con una proyección
de alcanzar el 54 % para 2026. En paralelo, se estima que los métodos de pago
digitales, como los códigos QR y los pagos móviles, se quintuplicarán en los
próximos cinco años.
A pesar de que casi un tercio de los
presupuestos bancarios destinados a transformación digital se invierte
actualmente en inteligencia artificial —lo que impulsa la automatización de
procesos, la personalización de productos financieros y la inclusión de
comunidades tradicionalmente excluidas del sistema financiero—, aún persisten
importantes brechas de infraestructura. Estas se manifiestan en problemas de
conectividad, ciberseguridad y desigualdad digital.
Si bien la pandemia aceleró la adopción de
tecnologías, muchas entidades aún se encuentran en etapas iniciales de su
transformación digital, con recursos financieros y humanos limitados. Esta
situación puede deberse, entre otros factores, a la falta de infraestructura
adecuada y a la resistencia al cambio, lo que dificulta una adopción
tecnológica integral y sostenida.
El resultado: proveedores de servicios
financieros que lucen modernos, pero que siguen operando con infraestructuras
que ya no responden a los hábitos ni a las exigencias de los usuarios actuales.
Plataformas que, aunque visualmente atractivas, no logran acompañar la fluidez
que hoy se espera de cualquier operación financiera.
Porque el verdadero diferencial
competitivo no radica solo en la estética o en la velocidad de carga de una
app. Está en la capacidad de conectar, mover y procesar dinero de manera
fluida, interoperable y en tiempo real. Está, precisamente, en la transacción.
Y ese cambio de paradigma —de lo digital a
lo transaccional— exige mucho más que una capa de pintura brillante. Requiere dar
la bienvenida a múltiples rieles de pago, integrar APIs abiertas, y rediseñar
la arquitectura bancaria desde la lógica del dato y no del canal. Es un salto
complejo, pero inevitable.
En pleno auge de la economía digital, gran
parte del sistema bancario en América Latina sigue operando con herramientas
del pasado. Más del 60% de las transacciones aún se procesan sobre
infraestructuras centralizadas1,
incapaces de ofrecer la velocidad, flexibilidad e interoperabilidad que exige
el presente.
No es un dato aislado: el 59% de las
instituciones aún lidian con sistemas heredados que limitan su capacidad de
adaptarse, según un estudio de Accenture2.
Es decir, mientras el mercado se mueve en tiempo real, muchos bancos todavía
están atrapados en arquitecturas pensadas para otro siglo.
Y en paralelo, los usuarios elevan la
vara: ya no comparan a su banco con otros bancos, sino con la fluidez de
aplicaciones como Ualá, Mercado Pago o incluso WhatsApp. Buscan inmediatez,
integración y simplicidad. Sin embargo, muchas instituciones continúan
priorizando el rediseño de interfaces por encima de una evolución real de sus
capacidades transaccionales, como si la experiencia visual pudiera compensar
las limitaciones del motor que opera por detrás.
Hoy el dinero se mueve por múltiples
autopistas: transferencias bancarias, billeteras digitales, pagos instantáneos,
QR interoperables y, en ciertos casos, blockchain. El desafío para la banca ya
no es construir su propia vía, sino saber integrarse de forma inteligente a
todas las existentes. En Brasil, por ejemplo, el sistema PIX ya superó en
volumen a las transferencias tradicionales, demostrando que la adopción de
nuevos rieles no es una tendencia futura: es una realidad instalada.
Integrar múltiples rieles no solo amplía
la cobertura del servicio. También reduce costos por transacción, disminuye los
tiempos de procesamiento y habilita nuevas fuentes de ingresos. Pero para
lograrlo, se necesita algo más profundo: una arquitectura bancaria abierta,
desacoplada y preparada para operar en entornos híbridos. Es ahí donde
plataformas como Frame Banking™ comienzan a marcar una diferencia estratégica.
Un entorno modular, que permita a las
instituciones financieras integrar y desintegrar servicios según las
necesidades del mercado, se vuelve esencial para mantener la relevancia. Esta
flexibilidad permite responder con agilidad tanto a los cambios regulatorios
como a las nuevas expectativas de los clientes. En ese modelo, las APIs
abiertas cumplen un rol clave: habilitan la conexión con terceros —como
fintechs y desarrolladores— y fomentan la creación de ecosistemas colaborativos
que potencian la innovación.
El resultado no es solo mayor eficiencia
operativa. También se habilitan nuevas oportunidades de negocio, se acelera el
time-to-market de productos digitales y se mejora sustancialmente la
experiencia del cliente. Así, las instituciones financieras no solo se adaptan:
evolucionan.
La verdadera transformación digital en la
banca no se trata únicamente de ofrecer interfaces atractivas. Se trata de una
reconfiguración profunda de la infraestructura transaccional. Adoptar múltiples
rieles de pago, integrar APIs abiertas y evolucionar hacia una arquitectura
modular ya no es una ventaja competitiva: es una condición para mantenerse
vigente.
Es momento de mirar más allá de la
superficie. Y de poner sobre la mesa de planificación una transformación que no
solo se vea bien, sino que transforme de verdad.
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